Todos los hombres, de cualquier raza, condición y edad, en cuanto
participantes de la dignidad de la persona, tienen el derecho inalienable de una
educación, que responda al propio fin, al propio carácter; al diferente sexo, y
que sea conforme a la cultura y a las tradiciones patrias, y, al mismo tiempo,
esté abierta a las relaciones fraternas con otros pueblos a fin de fomentar en
la tierra la verdadera unidad y la paz. Mas la verdadera educación se propone la
formación de la persona humana en orden a su fin último y al bien de las varias
sociedades, de las que el hombre es miembro y de cuyas responsabilidades deberá
tomar parte una vez llegado a la madurez.
Hay que ayudar, pues, a los niños y a los adolescentes, teniendo en cuenta el
progreso de la psicología, de la pedagogía y de la didáctica, para desarrollar
armónicamente sus condiciones físicas, morales e intelectuales, a fin de que
adquieran gradualmente un sentido más perfecto de la responsabilidad en la
cultura ordenada y activa de la propia vida y en la búsqueda de la verdadera
libertad, superando los obstáculos con valor y constancia de alma. Hay que
iniciarlos, conforme avanza su edad, en una positiva y prudente educación
sexual.
Hay que prepararlos, además, para la participación en la vida social, de forma
que, bien instruidos con los medios necesarios y oportunos, puedan participar
activamente en los diversos grupos de la sociedad humana, estén dispuestos para
el diálogo con los otros y presten su fructuosa colaboración gustosamente a la
consecución del bien común.
Juan Pablo II, Declaración Gravissimum Educationis,
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